Joyce DiDonato, Silvia Tro Santafé y Vito Priante, en un momento de...

Joyce DiDonato, Silvia Tro Santafé y Vito Priante, en un momento de la obra. A. BOFILL

Ya no es sólo una cuestión de técnica vocal -ampliamente difundida y bendecida-, sino de seguridad aplastante, de carisma evidente desde el primer momento en que su figura regia asoma en la prisión de Fotheringhay. Hace un año ya rindió el teatro a sus pies con 'Cendrillon', un rol mucho más 'light', sin especiales complicaciones. La conocemos bien.

Pero el viernes fue la euforia. El papel principal de 'Maria Stuarda' es de una exigencia máxima: implica una coloratura puntual y dificultosa, pero sobre todo una mesura controlada que permita encontrar lo sublime en el borde del silencio; un personaje trágico que llega hasta el final con la cabeza alta -sólo la baja cuando se la cortan- y expresa su majestad en cada nota. 'Maria Stuarda' necesita una voz densa y una pericia actoral que trascienda lo meramente musical, y ahí es donde DiDonato se refuerza como una intérprete idónea para el papel.

Parece hecho para ella, y en su cada vez más evidente transición hacia la vastedad del bel canto que apuntala su último disco, 'Stella di Napoli' -cada vez hay más Bellini, más Donizetti y más descubrimientos inesperados en su repertorio, dejando atrás el barroco-, Maria se confirma como una de las especialidades de la casa. En sus arias, tristes y fatales, el aire se cargaba de electricidad: los silencios y los 'pianissimos' no eran descansos, sino cuchillas con las que se podía cortar la tensión.

Lo más admirable era -no es una sorpresa, pero sigue impresionando- la seguridad con la que Joyce utiliza su instrumento: no se le percibe esfuerzo, no sufre nunca, no suda, es como si para ella avanzar dando triples mortales fuera más fácil que trazando pasos cortos. Seguramente tendrá sus momentos de duda -en algunas zonas de canto grave no era tan sublime como cuando escalaba agudos-, pero la sensación final es la de que Joyce, más que una diva, es una bestia.

Esta 'Maria Stuarda', obra mayor de Donizetti escasamente representada en el Liceu pese a haberla debutado Montserrat Caballé en 1969, tiene probablemente el mejor elenco de la temporada barcelonesa. En el papel de Elisabetta también alcanzó altísima altura la 'mezzo' valenciana Silvia Tro Santafé, igualmente segura en sus trances dificultosos, capaz de convertir un agudo en un puñetazo de autoridad real más que en una pirueta virtuosa: la dirección escénica del tándem francés Caurier/Leiser le obligaba a ser una reina cruel -todo su desprecio resumido en el segundo cuadro del primer acto, cuando arroja un hueso de pollo, o de faisán, a los pies de Maria Stuarda, como si fuera un perro-, y su canto se adaptó a esa proyección psicológica.

Lo que se conseguía era reforzar la tensión en el enfrentamiento entre las reinas: una al borde de un ataque de nervios, la otra serena; así, cuando les toca intercambiar la transferencia de energía en el momento cumbre del "figlia impura di Bolena" y toda la ristra de insultos que precipitan la sentencia de muerte de Stuarda, la producción hace 'click' y alcanza un vuelo majestuoso.

Caurier y Leiser buscaban algún tipo de conexión con la política contemporánea: en lugar de una ambientación de época, prefirieron una mezcla entre el estilo Tudor -el ostentoso vestido de Elisabetta- y el Eduardiano -sobre todo en el vestuario del coro, estupendo durante toda la función-, como dando a entender que las rencillas por el poder son un 'continuum' inevitable, que la historia se repite, y que por una solución que se encuentra aparecen siempre nuevos problemas.

De todos modos, la producción no funciona como parábola. Es más elegante que conceptual; los decorados básicamente pretenden ser un marco adecuado para que resalte el drama y brille el canto, y sólo en la última escena, cuando Maria Stuarda sube al patíbulo, la iluminación -brillante como la hoja del hacha que va a caer sobre su cuello- consigue inducir alguna forma de dolor. Los retratos no son de ninguna ambición, sino de la excepcionalidad humana, eso que los ingleses llaman ser 'larger than life'.

Completando el trío de voces prodigiosas estuvo, en el papel bisagra de Roberto de Leicester, Javier Camarena: seguro en todo momento y a la altura de sus dos 'partenaires' femeninas -una tarea, ya se sabe, ardua-, quizá no lució como debería porque Donizetti no escribió para el conde enamorado de Maria Stuarda esas diabluras vocales que sí aparecen en los papeles de Rossini que son la debilidad del tenor mexicano. Sirve, al menos, para demostrar que Camarena no es únicamente un cantante de piruetas.

La orquesta estuvo dirigida de manera rica y exacta por Maurizio Benini, un especialista en repertorio italiano que le puso el lazo -junto a las tres voces graves: muy bien Pertusi, Priante y Tobella- a una 'Maria Stuarda' electrizante, felizmente recuperada y bien puesta a punto.