Con la temprana y desconocida ópera de Richard Wagner «Das Liebesverboten» («La prohibición de amar»), inédita en España y calificada por él mismo como de «pecado de juventud», el Festival Castell de Peralada continuó con la celebración del bicentenario del nacimiento del compositor alemán e inauguró un nuevo espacio escénico al convertir en corrala de lujo la Iglesia del Carmen de la villa ampurdanesa, despojándola de sus muebles e imágenes, colocando al público en tarimas paralelas a las paredes del templo y dejando como escenario el centro y el altar: los cantantes se movían a centímetros del público creando una complicidad íntima.
Imposible, entonces, sentirse ajeno a la trama de la obra al tener a los personajes a un palmo; por ello se aplaude la decisión de reconvertir la iglesia, más todavía si este estreno español llegaba servido en una producción moderna y con tintes transgresores. La propuesta, sin embargo, mantuvo el carácter revolucionario de esta, la segunda ópera completada por Wagner y la primera que estrenó, resultando ser un absoluto fiasco y renegando de ella más tarde.
Versión reducida
La obra se propuso en una versión reducida, con cortes en sus diálogos, en algunas escenas, en las repeticiones de arias y en la instrumentación, aquí presentada en la muy resumida del compositor Frank Böhme -defendida por un entusiasta Fausto Nardi desde el podio- que funcionó sin mayores problemas, aunque dicha orquestación no convenciera ni por colores ni por tímbrica, más parecida a una orquesta de tango y con sonoridades propias de Weill que distorsionaban el belcantista sonido original; no molestaron, en todo caso, ni las guitarras eléctricas ni los saxos utilizados.
El montaje firmado por el alemán Georgios Kapoglou trasladó esta italianizada ópera cómica al Mayo del 68, con guiños a los actuales movimientos indignados capitaneados por estudiantes. Incluso así, las incoherencias parecieron minimizarse pudiendo transmitirse el mensaje del libreto gracias a una actuación memorable de sus intérpretes, incluyendo a los miembros del Cor de Cambra del Palau, todos actores consumados.
Con muy buenas voces solistas en los roles principales, destacaron los tenores David Alegret por su canto sano y matizado; Vicenç Esteve por intención, solvencia, carácter y voz muy bien proyectada -salvo en el sobreagudo-; Julia Farrés-Llongueras por entrega y belleza vocal; la sorprendente Mariana de Mercedes Gancedo; y, sobre todo, Rocío Martínez por un timbre fascinante y una actuación siempre concentrada.
El montaje sigue bien la historia, la hace accesible a pesar de los excesos aunque no se mostró nunca realmente transgresora, incluso en ese momento de juego onírico -después del porro- con citas al «Tristan». En todo caso, y visto lo visto, puede entenderse que Wagner renegara de este pecadillo...