El Festival Castell de Peralada se inauguró a mediados de julio rindiendo homenaje a Giuseppe Verdi en el bicentenario de su nacimiento, pero la noche del viernes el homenajeado fue otro de los padres de la ópera, Richard Wagner, y por idéntico aniversario, ya que también nació hace ahora 200 años.
Para ello, el evento ampurdanés contó con dos nombres propios del universo wagneriano internacional, el maestro ruso Valery Gergiev y la soprano alemana Eva-Maria Westbroek -la nueva Isolde del Festival de Bayreuth-, quien ya impresionara por su participación en el «Réquiem» de Verdi inaugural.
El homenaje a Wagner se realizó con un concierto en el que destacó lo bien pensado del programa, con varios hits del catálogo del compositor incluyendo en la primera parte el primer acto de «Die Walküre», la primera jornada de la «Tetralogía» wagneriana, contando para ello con tres solistas del Teatro Mariinsky de San Petersburgo, la impresionante y generosa voz de Mlada Judoléi como una aplicada y sonora Sieglinde, con el potente Avgust Amonov como Siegmund y con el particular encanto del bajo Mijail Petrenko como Hunding.
Los padres de Siegfried reclutados por Gergiev no fueron los más finos, delicados o sensibles, pero comunicaron convincentemente su mensaje, ella más en su papel que él, un tenor heroico siempre enganchado a la partitura al que le faltó fuste hacia el final; ella es una gran voz, de timbre atractivo y generosa proyección, y Petrenko se impuso con esa emisión tan personal suya como el pérfido marido cornudo.
A la Sinfónica del Mariinsky se le ha escuchado mucho mejor que en esta ocasión; quizás el cansancio de la gira pasó factura, sobre todo en la primera parte, cuando muchos solistas sonaron desconcertados, con entradas nada límpidas -sobre todo en violonchelos y metales-, pero siempre siguiendo en fraseo y dinámicas a un Gergiev brillante, con las ideas claras y que consiguió una entrega mucho más brillante en la segunda parte, con selecciones instrumentales de diversas óperas de Wagner y con «Tristan und Isolde» como plato fuerte.
Westbroek impuso su magisterio en la «Imprecación de Isolde» y la «Muerte de amor», dos escenas cumbres que defendió con garra, poderío y sobrado talento, demostrando ser una auténtica soprano wagneriana, de esas que dejan huella: lo tiene todo, agudos, graves, capacidad dramática, comunicativa, expresiva... Fue ovacionada, lo mismo que Gergiev, quien acostumbra a dirigir con batuta, pero que esta vez la cambió... ¡Por un mondadientes!