A solo un mes de su “Elisir d’amore” en el Liceu, regresó a la capital catalana el tenor Rolando Villazón, un reencuentro con una ciudad en la que lo adoran siendo recibido en el escenario del Palau, en el que debutaba, con una cariñosa ovación. Al final, entre las propinas, sus incondicionales le obsequiaron flores y piropos, concluyendo la velada con su público –de abrumadora mayoría femenina- puesto en pie.
El desigual rendimiento del carismático Villazón desde que volviera a los escenarios crea ante sus actuaciones un clima que no se merece ya que, guste o no su forma de cantar y sus recursos, la verdad es que si por algo se caracteriza es por interpretar con el corazón en la mano. Y en esta ocasión estuvo mucho más centrado, consiguiendo buenos resultados y aplicándose en efectos que consiguieron fascinar al público, sobre todo cuando se aplicaba con su espléndido control de ‘fiato’ en la última nota de todas y cada una de las piezas escogidas, alargándolas hasta mostrar sus límites y consiguiendo un aplauso instantáneo.
Canto honesto
Con una voz de un color indudablemente atractivo, pero seca, con limitada proyección y graves poco consistentes, Villazón sabe bien que lo suyo es darlo todo en el escenario, y así lo hizo en el Palau. Ante un programa hecho a su medida, enteramente dedicado al Verdi más lírico y sin sobreagudos exigentes (incluyendo algunas de sus canciones menos conocidas, aquí en orquestación de Berio y que se agradecen como aporte al repertorio), el tenor de México comenzó con una primera parte muy bien solucionada.
Después de conseguir enamorar con su canto honesto y buscando los colores justos, siempre expresivo y valiente, remató la jugada con un “Quando le sere al placido” con una nota final exageradamente alargada pero que causó sensación. Los problemas llegaron en la segunda parte; más nervioso, algunas impurezas afearon el agudo del aria de la ópera “Oberto” y la voz comenzó a sonar más sorda y con algún sonido fijo, pero supo remontar con inteligencia de músico. Como la voz no le corre lo suficiente, él lo hace todo en ‘forte’ penalizando su fraseo y llevándolo a veces desde la expresividad a la desesperación. El lunar del programa fue el final: que uno de los tenores más importantes del momento se despida con una canción como “L’esule”, por muchos acentos “otellianos” que tenga, no resulta lo más adecuado: su entrega debería estar coronada por una pieza emblemática.
El cantante estuvo acompañado por una correcta Sinfónica Nacional Checa, con Guerassim Voronkov en el podio, siempre respirando con el solista, aunque las intervenciones de la orquesta en solitario no siempre alcanzaron un óptimo nivel.