5/9/2010 |
La ópera de Gluck coreografiada por la artista alemana emociona al Liceo.
Sin duda la Iphigenie auf Tauris, estrenada ayer en el Liceo, no es el trabajo más representativo de Pina Bausch, la gran coreógrafa alemana desaparecida hace un año. Incluso puede decirse que, desde el punto de vista filológico, se trata de una operación ilegítima: apartar a los cantantes y al coro de la escena para llenarla de bailarines va contra la reforma operística que Gluck impulsó en la segunda mitad del siglo XVIII y que básicamente consistió en dar un protagonismo dramático a la música y el texto que la ópera italiana, inclinada al ornamentalismo, le negaba. Es más, Gluck fue muy contenido a la hora de introducir el ballet en esta obra, precisamente para que el continuum dramático no se viera injustificadamente interrumpido.
Y sin embargo, esta segunda coreografía de Bausch, estrenada en 1973, es la que abrió las puertas internacionales a su carrera. ¿Por qué? Pues porque la ópera, en unos momentos en que el género se hallaba fuertemente contestado por la progresía, necesitaba entroncar con la contemporaneidad, y la danza le ofreció un clavo ardiente al que agarrarse. La fórmula de desdoblar canto y danza ha sido luego repetida hasta la saciedad, acaso hasta privarla de sentido. Pero en 1973 era sin duda un experimento lleno de valentía y buena fe, aunque la propia coreógrafa se alejara posteriormente de ese camino para optar por espectáculos collage, de escenas cerradas y música seleccionada ad hoc, mucho más acordes con su estética minimalista.
Dicho lo cual, hay que añadir que la reposición de esta Iphigenie vale la pena, ni que sea para admirar con aliento contenido como hacia el final del cuarto acto la niña vestida de blanco se acerca muy lentamente desde el fondo del escenario con un ramo de flores para adornar el ara en que será inmolado Orestes. En ese momento la música calla y un escalofrío te recorre el espinazo: Pina Bausch en estado puro.
Musicalmente, la versión liceísta estuvo un punto por debajo de la escénica, sin desdeñar elementos de buena factura como el canto del tenor (Nikolai Schukoff) que dobla a Pílades, las impecables intervenciones del Cor de Cambra del Palau de la Música o el buen pulso del director Jan Michael Horstmann, no siempre correspondido por la Orquesta Sinfónica Julià Carbonell de Lleida, a la que le falta un mayor empaque sonoro. Elisabete Matos y Christopher Maltman despacharon correctamente las partes de Ifigenia y Orestes, pero sin la emoción que les imprimieron sus dobles danzantes, Ruth Amarante y Pablo Aran.
Cálidos aplausos, al final. Merece el aliento del público la compañía Tanztheater Wuppertal. Sin Pina Bausch no tiene un futuro fácil.