Parsifal amb Domingo al Liceu
Parsifal
30/1/2005 |
El Liceo recuperó para su repertorio el último testimonio artístico de Richard Wagner, ausente de su escenario desde hace más de quince años. Esta nueva etapa del Liceo, que acaba de hacer girar la «Teatralogía» wagneriana, también recuperaba en su cartelera a Plácido Domingo, en una velada que podría haberse calificado de éxito absoluto si no fuera por el rechazo a la producción de Nikolaus Lehnhoff, recibida con abucheos por una sonora minoría la noche del estreno. La mirada contemporánea del director de escena alemán convirtió el «Festival escénico-sacro» soñado por Wagner en una historia de grisáceo dolor humano, desprovisto del juego mágico que le brinda la fe, muy lejos de ese viaje a la redención del protagonista que sucede en el original, robándole hasta el mismo Grial; como no podía ser de otra manera en los tiempos que corren, tampoco se vislumbró el sensual romanticismo que duerme en la obra al proponer un montaje terriblemente frío, despojado de la más mínima sensibilidad, en un mundo post-hecatombe-nuclear -algo así como un búnker-, en medio de una naturaleza cruelmente intervenida por el hombre y con olor a genocidio. Su «aportación» al final abierto propuesto por Wagner es un Amfortas que encuentra la redención en la muerte -es el personaje más manipulado en esta versión- y en un Parsifal que se humaniza huyendo hacia no se sabe dónde con una Kundry que es una sobreviviente...
Los personajes, vestidos y caracterizados con toques expresionistas orientales, se mueven más o menos según la tradición escénica clásica. El «loco puro» de Domingo -al principio, emparejado con Kundry por colores- aportó una voz fresca, brillante y de espléndida proyección; vale, le faltó matiz y cierto juego colorístico, pero el perfil de su personaje estuvo brillantemente trazado con una adecuada jovialidad al principio y con un convincente baño de gravedad al final. ¿Hay un Gurnemanz en el mundo que iguale el canto noble, fervoroso y expresivo que el de Matti Salminen? Bo Skovhus cantó un Amfortas cálido, casi tierno en su dolor, con un grave inestable y a presión en su primera aparición para más tarde descollar en la escena de Titurel. Éste interpretado por el mítico Theo Adam que, con sus 79 años, lo cantó como de ultratumba, genialmente decrépito. El Klingsor de Sergei Leiferkus aportó garra suficiente y la escena de las niñas-flor, un rayo de falsa calidez en la escala de grises general, apareció bien solucionada en esa coreografía de Denni Sayers, muy bien servida por voces como las de Sandra Pastrana o Raquela Sheeran. La alada y metamorfoseada Kundry de Violeta Urmana fue un animal salvaje y un regalo para los sentidos; sobrada de medios, la soprano lituana ofreció un canto electrizante, con un registro de impresionante extensión y con un temperamento igualable al de una Eva Marton.
Sebastian Weigle concertó con increíble eficacia al foso -salvo pequeños deslices-, a los solistas y al numeroso y solvente coro, perfecto incluso en sus muchas intervenciones internas. Su lectura, quizás algo tímida al principio, acabó trazando una línea de coherencia dramática que fue premiada con calurosos aplausos.
Pablo Meléndez-Haddad
Abc