Y Monteverdi se impuso
Peralada. 01/8/2016. Claustro del Carme. Monteverdi: Il combattimento di Tancredi e Clorinda y Madrigales. Sara Blanch, soprano. Anna Alàs, mezzo-soprano. David Alegret, tenor. Víctor Sordo, tenor. Vespres d’Arnadí. Dirección escénica: Joan Anton Rechi. Dirección musical: Fausto Nardi.
Mientras comenzaban a brotar los primeros compases de Monteverdi desde un rincón del claustro del carme donde se encontraban los siete componentes de Vespres d’Arnadí y su director Fausto Nardi, cuatro personajes enmascarados de tal forma que recordaban a la lucha libre mexicana, pero ataviados con espléndidos trajes que desprendían un lejano halo de nobleza medieval entraban por la puerta de una de las galerías y se encaramaban a un ring de boxeo situado en el jardín central del claustro, donde les esperaban guantes y cubos llenos de agua. A priori, uno puede pensar que la tan comentada puesta en escena ante la cual algunos nos acercamos con una interrogante expectación, estaba dispuesta a deshacer el corazón de la obra que era objeto de lectura –como alguna vez he tenido la desgracia de contemplar– pero más allá de algunas objeciones puntuales no fue así. Eso es lo más importante: como debe ser, la obra de Monteverdi pudo imponerse y terminar resplandeciendo con luz propia, una luz de cuatro siglos tan intensa que no necesita de más porque lo superfluo la oscurecería. “Combattimento. Amor y luchas en los madrigales de Monteverdi”. Así se presentó este espectáculo que dibujaba un cuidado itinerario por la producción de Monteverdi que se diseminaba desde el núcleo principal de Il combattimento di Tancredi e Clorinda estrenada en la casa del conde Girolamo Mocenigo durante el carnaval de Venecia de 1624.
“Un combate medieval, un combate de boxeo, un combate de emociones”; así es como lo define el director de escena Joan Anton Rechi en las notas al programa. Difícil de etiquetar gira, en efecto, en torno a un duelo que trasciende la anécdota del enfrentamiento. La propuesta de Rechi, que entre otras cosas aprovecha con inteligencia las correspondencias temáticas del octavo libro de madrigales de Monteverdi, es desde luego mucho más adecuada al espíritu dramático de estos madrigales que algunas ocurrencias contemporáneas y logra escenas de poderoso efecto. Sí podríamos conceder a los más críticos el hecho de que en ciertos momentos el pulso dramático decae y hasta cierto punto algunos elementos (la campana) y movimientos escénicos diluyen algo la carga trágica de los madrigales. El stile concitato sonando en la orquesta, propio de los madrigales tanto guerreri como –o por eso mismo– amorosi mientras sobre el ring se lanzaban ganchos, derechazos y directos de izquierda podía desconcertar e incluso distraer la atención de algunos. Pero ya desde “Il lamento della Ninfa” magníficamente solucionado desde el punto de vista escénico la atmósfera se volvió hipnótica y la tensión no dejó de crecer. A él contribuyó sin duda un soberbio y cuidado fraseo de Sara Blanch, precisa y seductora en los instantes delicados y dotada de una versatilidad que se había conseguido adaptar meritoriamente con gran esfuerzo a la tragedia de Clorinda en manos de Tancredi.
Del buen resultado es responsable en gran medida la gran entrega de los cuatro cantantes. En primer lugar, hay que destacar una Anna Alàs a la que a sus cualidades líricas y un timbre de belleza singular, podemos añadir sin miedo a equivocarnos sus virtudes dramáticas. Muy desenvuelta en su importante rol escénico, su presencia escénica jugó de hecho a favor de una noche muy inspirada, impecable en el “Lamento d’Arianna” y en el dúo con Blanch para cerrar el “Combattimento” con el célebre “Pur ti miro” de L’incoronazzione di Poppea. David Alegret, en el papel de Tancredi, mostró una magnífica musicalidad, gestionando con inteligencia los recursos de un instrumento de emisión espontánea que redondea con estilo depurado, y no sólo resolvió con solvencia su trabajo escénico sino que regaló momentos de gran calidad. Por su parte Víctor Sordo, dotado de un poderoso registro, empleó con criterio una contundencia de la que está bien dotado en ciertos pasajes, y derrochó una incontestable presencia y credibilidad como narrador. Su trabajo a dúo con Alegret en los pasajes exigentes de “Zefiro torna”, fue excelente y ambos mostraron una perfecta simbiosis.
Pero si algo confirmó la noche es el excelente desempeño de un Vespres d’Arnadi de referencia, que de la mano de Nardi supo tratar con delicadeza todas las atmósferas, con claridad y frescura en “Chiome d’oro”, con brío y expresividad en “Et è pur dunque vero” y zambulléndose con naturalidad en la vena esencialmente dramática de esta música. De incontestable solvencia técnica, supieron transmitir el músculo y el carácter enérgico de la escritura monteverdiana. La prueba de la sólida imbricación con la escena bien administrada por Nardi me la aporta paradójicamente un detalle sin importancia: una pequeña duda en la entrada inicial de la tiorba en “Ohimè, dov’è il mio ben” –en el ecuador del espectáculo y con un movimiento escénico comprometido para los cuatro cantantes en ese número y en el siguiente “Se i languidi miei sguardi”– no afectó ni un ápice la fluidez y expresividad que alcanzaron y lograron mantener hasta el final. El equilibrio y la rigurosidad de sus interpretaciones, dotadas de un sello personal, ya no pasan inadvertidos para casi nadie.
Pensándolo bien, la propuesta innovadora y chocante del genio cremonés a principios del XVII y que aún suscita muchas discusiones no está tan lejos del happening: algo ha ocurrido, algo nos ha interpelado. Blanch, Alàs, Alegret y Sordo bajaron del ring. Pur ti miro, pur ti godo. Las luces se apagaron en el claustro y la escena del combate desapareció. Monteverdi –es decir, el amor a la música– triunfó en la noche de Peralada.