Aida resiste como pieza fundamental del repertorio y su éxito parece estar garantizado, a pesar de sus elevadas exigencias vocales, el despiste que provoca una partitura tan contrastada y la amenaza del énfasis del cartón piedra que acecha en su abundancia de bailes exóticos, marchas triunfales y cánticos entonados en loor de deidades remotas. Los grandes temas verdianos no dejan de comparecer, pero la añoranza patriótica se diría que duda entre egipcios y etíopes, y la influencia nefasta de la paternidad coincide en exceso con la estrategia militar.
El Palau de les Arts valenciano recupera la coproducción con el Covent Garden londinense, que exacerba el conflicto guerrero forzando la ópera para convertirla en algo así como una proclama antibelicista. Vemos a torturadoras que inician su sesión invocando a Eros, cautivos andrajosos y un destacamento de guerreros reclutados en un campamento samurái. El combate entre los ejércitos absorbe toda la atención del director de escena que se ve que no ha tenido tiempo, entre escaramuza y escaramuza, para dar alguna indicación actoral a los cantantes que se desplazan como Osiris les da a entender.
Ramón Tébar demuestra que tiene ideas muy claras sobre cómo se debe oír hoy esta música, se diría que como una reflexión sobre las consecuencias nefastas del poder enfrentado al poder, de ahí que tienda a los tiempos lentos y a criticar la exultación de la victoria como una fanfarria estridente y amarga. Al acompañar a los cantantes revela la finura del buen director que es, limitado en esta ocasión por una seriedad que le impide potenciar una respiración orquestal más sensual y expectorante, más, incluso, si se quiere, irónica, pues el compositor, en su encargo para la inauguración del Canal de Suez, había dejado atrás las emociones nacionalistas de Nabucco, las efervescencias revolucionarias de La bataglia di Legnano y las sesudas meditaciones imperialistas de Don Carlo.
Radamés es un papel peliagudo, nunca mejor dicho, por su insistencia en las notas altas que debe cohabitar con la contundencia y el empaque de un capitán general capaz de descender a una escala más baja, lo que la entrega de Rafael Dávila consigue de un modo intermitente. La escasez de graves empobrece la Amneris de Marina Prudenskaya, reduciendo la efectividad dramática y narrativa del único personaje enjundioso de la historia. La función se sostiene sobre todo por los etíopes, la Aida carnosa y pletórica de María José Siri, y el Amonasro robusto y desgarrado de Gabriele Viviani.
Pero Aida volvió a triunfar sobre samuráis, tiempos lentos, agudos problemáticos y graves escasos, como corroboraba una joven espectadora y el público general, agradecido a su teatro y al incombustible título verdiano.