Siempre que Sondra Radvanovsky se ha subido al escenario del Liceu, y ya lleva tres temporadas consecutivas cosechando ovaciones, ha sido aceptando el máximo riesgo, metiéndose en la piel de papeles que no admiten medias tintas. Debutó con Aida, regresó hace un año con Tosca, y ahora defiende el más difícil todavía en forma de Norma, la escarpada cúspide del bel canto.
Es un contraste importante:ella, que es una sólida soprano dramática de timbre diamantino y alta intensidad actoral, está hecha más para el drama que para las coloraturas. Pero ésta es una presunción a priori de lo más imprudente, porque en el mejor momento de su carrera, con la voz clara y pura, Radvanovsky ha llegado al punto en el que está hecha para Norma. Para sufrir y para levitar, para lograr una emoción pura.
Su Norma es muy al estilo Callas, para entendernos: no se conforma con cantar bien, bellamente, ligando las frases con una elegancia insultante, demostrando un dominio del volumen sólo al alcance de las elegidas con su asombrosa mesa di voce, sino que además imprime al papel una interesante dimensión psicológica, un conflicto profundo. En teoría, el bel canto no necesita de estos excesos de intensidad, basta con tener una voz cristalina, pero la tradición de las últimas décadas impide que se pueda cantar este papel de otra forma, si no es añadiendo el tormento a las virguerías vocales. Radvanovsky, inmensa y sobrecogedora, honra esa estirpe y borda su aportación.
La soprano norteamericana es, lógicamente, el centro de esta nueva coproducción que llega al Liceu tras haber triunfado en San Francisco y Chicago, y en la que ha ido puliendo el papel hasta destripar todos sus secretos y traducirlo en un estallido radiante. En su primera entrada, cuando le tocaba atacar Casta diva, Sondra consiguió que se detuviera el tiempo -estirando las notas hasta casi romperlas, manejando los silencios con tensión- y que la música pareciera suspendida en el aire.
Pero no es ella la única que sostiene la función. La producción de Kevin Newbury intenta, con éxito, conciliar la idea tradicional de Norma -sin ninguna concesión eurotrash, y donde tiene que haber un árbol hay un árbol, y donde tiene que haber druidas y guerreros galos hay ese vestuario tipo peplum, entre Gladiator y un vago aroma Tolkien- con un toque moderno en los decorados que entretenga también la vista. Los altos muros del poblado bárbaro, las cabezas de venado y la pira sacrificial del segundo acto, que es un espectacular toro de madera y hierro, sirven hábilmente a sus intenciones.
Por ahí desfilan voces extraordinarias, no sólo la de Sandra. Gregory Kunde, uno de los tenores más eficientes y de voz voluminosa del momento, da vida a un potente Pollione, mientras que el papel clave de Adalgisa lo cuidó con esmero la joven mezzo rusa Ekaterina Gubanova, que aunque sufrió al lado de una máquina de precisión como es la voz de Radvanovsky, supo estar a la altura en el terceto del final del primer acto y en el dúo pirotécnico del segundo. Esta Norma se cantó bien de principio a fin, no a trozos, sin flaquezas. El coro también tuvo mucho que ver.
La orquesta, además, sonó vivaz y elástica, sobre todo en el primer acto: el maestro Renato Palumbo disfruta con los tempos rápidos, sabe contagiar euforia y energía, y ya en la sinfonía de obertura dejó su sello: rápida, marcando muy bien los momentos explosivos, aunque también tomándose su tiempo en las fases lentas; su lectura de Norma no fue monocroma, sino calentada a diferentes temperaturas según cada momento, siempre para facilitar el lucimiento de las voces.
Esta Norma está hecha exactamente para eso:para disfrutarla como lo que es, sin dobles lecturas, sin experimentos; la historia ya conocida de la sacerdotisa atrapada entre el odio y el amor que acaba eligiendo el fuego para purificar sus errores. El fuego era real, la hoguera causaba impresión y miedo; la música, las voces y la escena conducían hábilmente por la historia para comprenderla en lo más hondo, para sentirla en su belleza y su dolor. Una Norma de seda, forjada en hierro.