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Montserrat Caballé: Mi madre musical

7/10/2018 |

 

La soprano falleció ayer en Barcelona a los 85 años. El mundo entero, de un punto a otro del globo, la llora

Lo escribía textualmente ayer en mi artículo semanal de los sábados, «En Solfa»: «Esta columna está centrada hoy, vaya por delante, en una de las tres figuras líricas –Montserrat Caballé, Plácido Domingo y Teresa Berganza– a las que debo un especial agradecimiento por haberme hecho amar la ópera y por las que siento un cariño muy especial». Hoy desaparece la que bien puedo calificar como mi madre musical. Estas líneas, escritas con lágrimas en el teclado, no pueden separar mi relación con Montserrat del relato objetivo de quien fue, de quien es y será siempre y por ello ni lo voy a intentar. Por Montserrat Caballé siento un cariño especial. Posiblemente hoy siguiese escuchando únicamente a Mina, Vanoni o Zanicchi si no hubiera sido porque un buen día, aún menor de edad, leí de una soprano española que arroyaba donde iba y, con curiosidad, compré un LP que contenía arias de Bellini y Donizetti. Si «Casta diva» me deslumbró, la escena final de «Il Pirata» me emocionó. Así, de pronto, un buen día pasé de Mina a Caballé, de la música ligera italiana a la ópera. También fue Montserrat la protagonista de mi primera ópera, «Roberto Devereaux», en la Zarzuela y, desde entonces, no solo me ha proporcionado, como a otros muchos, buena parte de las mayores satisfacciones musicales sino que también hemos llegado a entablar una amistad que se materializa en muchos pequeños detalles, como «postearnos» allá donde vamos. Aquel disco de RCA me abrió un mundo nuevo. Aquella voz completamente natural, igual a su habla, que embelesaba por su dulzura y simultáneamente su fortaleza. Los filados, los pianos, aquellas «mezza di voce» inolvidables como la del dúo entre dos reinas de «Maria Estuarda» de Donizetti... Dos reinas: Verret y Caballé, a las que tuve la suerte de escuchar en el Liceo un «Don Carlo» en el periodo de Pamias. Montserrat debutó en el Liceo en 1963 con «Arabella», de Strauss. Me confesó una vez: «Siempre he comparado a Strauss con un océano con todos sus problemas de mareas, de tormentas y calmas. Es inmenso en este sentido, un mar que te envuelve y te hace suyo. No debes y no puedes ser solista en Strauss. Te arrastra como el mar y nadas a voluntad de la música». Así lo cantaba.


Los comienzos no fueron fáciles. Hasta un profesor de canto, al que fue a audicionar, le dijo: «Cásese, tenga hijos y dedíquese a labores del hogar, porque no tiene futuro en el canto». Su familia no podía permitirse pagarla todos los estudios y una familia amante de la música lo hizo. Estudió en el Conservatorio del Liceo y, aunque debutó en 1954 en Valencia con «La serva padrona», sus primeros pasos profesionales importantes tuvieron lugar en México en 1962, para sustituir a Victoria de los Ángeles en Granada en 1963. «Victoria era para mí la perfección y ha continuado siéndolo porque hay cosas de Victoria que nadie ha podido superar. Era la pureza en la interpretación, porque ella la buscaba, lo estudiaba, pero en el momento de interpretar, también se iba por los cerros de Úbeda y entonces era sensacional. La “Manon” de Victoria y su misma “Carmen” son para mí insuperables, por la interpretación, la filigrana, la musicalidad, la intención, la dicción... No creo que haya habido nunca una Carmen mejor que Victoria, jamás. Siempre he sentido mucho haberla visto una sola vez en escena, “Pelleas y Melisande”, en Madrid, pero sus discos los he comido, los he roto de tanto escucharlos», también me confesó. En aquel mismo 1963 conoció a Bernabé Martí cantando «Butterfly», casándose después y dando a luz a dos hijos.

En los primeros años sesenta perteneció a la compañía del Teatro de Basilea, donde aprendió varios de los papeles que la harían famosa y cogió tablas. Su lanzamiento internacional llegó sustituyendo en el Carnegie Hall en abril de 1965 a Marilyn Horne en una «Lucrecia Borgia» hoy histórica. La crítica neoyorquina la comparó a Callas y Tebaldi. Quiso cantar en el viejo Met antes de su derribo y lo logró debutando en diciembre de 1965 en «Faust» y cosechando críticas inmejorables. Ésta fue la del «New York Times»: «Como la señorita Caballé había creado aquí sensación en los conciertos de ópera, había una considerable expectación por cómo se vería en una producción completa y cómo su voz sonaría en una casa del tamaño del Met. También hubo especulaciones sobre si la soprano, que había logrado su éxito aquí en las oscuras óperas de Donizetti, podría ser un desastre como Marguerite. Resultó que aunque no fuese un papel ideal para ella, lo cantó tan superlativamente que no quedó duda de que era una cantante para el Met. Caballé proyectó bellamente en el auditorio toda la pura belleza de su voz: los pianisimos exquisitos, las delicadas coloraciones de las frases, los tonos altos y relucientes eran un deleite para el oído. Hay algo más en el canto de la soprano que sonidos magníficos. Es una cantante musical y, al menos por instinto, una actriz sincera y de buen gusto, y combinó estas cualidades en un atractivo retrato de Marguerite. Ella es una mujer regordeta, y no ayudó a su apariencia una peluca rubia poco favorecedora, pero se movió a través de su papel con una simplicidad cada vez mayor y una expresión honesta de la conciencia emocional del personaje que interpretaba». Ya famosa, habiendo debutado en La Scala, el Met, Viena, Londres, etc. Cuidó mucho al público de su ciudad, reservándose las Navidades para debutar en el Liceo muchos de sus grandes papeles sin cobrar nada. Pamias, el empresario que arriesgaba su propio dinero para mantener el teatro, le hacía un regalo. Años más tarde, cuando el coliseo se incendió en 1994, se implicó con fuerza en su reconstrucción.

En mi larga relación de amistad con los tres artistas mencionados al principio viví las relaciones personales entre ellos y, muy especialmente, entre Montserrat y Plácido. Algún día lo contaré en detalle –la razón de Plácido para dejar la agencia de Carlos Caballé, los sucesos en «Vísperas sicilianas» en el Liceo en 1974, los entresijos de la Gala Lírica del aniversario del Teatro de la Maestranza, aquellos en las olimpiadas de Barcelona de 1992, etc.– pero sí quiero dejar aquí un apunte: la generosidad de Montserrat con Plácido en París. Según ella me contó, la ópera quería demandar al tenor por alguna cancelación no plenamente justificada. Ella intervino para hacer razonar a la ópera: «Pensad lo que hacéis porque, si le demandáis, no podréis volver a contar con él». No lo hicieron.

Montserrat también me explicó: «He tenido una gran versatilidad por la extensión de voz y por la facilidad técnica y esto me ha permitido abordar ciertos personajes a lo largo de una carrera que sin ellas no hubiera sido posible» y que, entre los más de ochenta papeles en repertorio, tenía «un full de personajes»: «Norma», «Semiramide», «Salomé», «Traviata» y «Tristán». Insuperables las «Semiramide» de Aix o París con Lopez Cobos, Horne, Ramey y Araiza. De «Salomé» me contó: «Bernstein era la tempestad auténtica en el podio. Trabajar con él era como salir al ring. Quedabas KO al final. Así fue la Salome con él. En cambio, cuando grabamos la sinfonía Kaddish, una de sus obras por excelencia, era como estar en una sinagoga, por su misticismo, su explosión espiritual. Bernstein era esto y lo otro, puro contraste». Nadie que estuviera o haya visto el video de la «Norma» de Bellini en Orange en 1974 podrá olvidar aquella etérea «Casta diva» con el viento desplegando su túnica. Habló del papel con María Callas: «Si puedes con el terceto, puedes con ella», y así fue. De ella opinaba que «siempre estuvo muy cariñosa conmigo. Muchas veces me repetía la suerte que tenía yo por haber encontrado un “partner” que entendiese la profesión y que al mismo tiempo entendiese a la mujer y éste, decía, era el mayor éxito que se podía alcanzar: “Tú has obtenido en la vida el placer de ser madre y de ser mujer amada”, me decía. Conmigo fue maravillosa. No conocí a la cantante, conocí a la mujer, y llegué a comprender muchas de las exageraciones que se han dicho sobre ella. Llegué a comprender que no tenía paciencia para escuchar estupideces, tenía que hacer el trabajo serio, no iba a un encuentro social en el escenario, iba a trabajar, y cuando alguien va a trabajar no está para tonterías. Supongo que muchas de las cosas que de ella se decían era porque su paciencia no estaba para entretener a la gente sino para hacer su trabajo».

Amar lo que se tiene entre manos

Caballé compartió actuaciones y grabaciones con todos los grandes directores: Muti, Barbirolli, Mehta, Abbado, Karajan, Bernstein, Kleiber, Giulini... Respecto a la visión del «Requiem» de Verdi que tenían algunos de aquellos con los que lo cantó, me expresó: «Abbado parecía el propio Verdi. También Zubín Mehta seguía mucho las indicaciones de la partitura, tal vez con más fuego. Karajan era más marchoso, más solemne, pero era la solemnidad que él entendía. Barbirolli era muy fino y lo hacía muy lindo, pero a mi el de Barbirolli me parece un Verdi muy académico, muy bien realizado, muy pulido, pero Verdi nunca pretendió ser maestro de escuela», y añadía su opinión sobre otros directores: «Giulini y también Kleiber se olvidaban que eran directores de orquesta y eran músicos amando la música. Era otra concepción. Un cantante, para hacer algo auténtico en un escenario, tiene que olvidarse de que ha estudiado una opera y de quién es, tiene sólo que amar lo que tiene entre manos y entonces será autentico, porque nada le confundirá, nada le distraerá. En dirección de orquesta, Giulini tenía eso y Kleiber también». Mantuvo también muy buena relación con Muti, que no paró hasta conseguir que ella fuese su «Aida» en la ya histórica grabación. En cambio chocó con Solti en la de «Bohème». Él llegó diciendo: «Van a grabarla partiendo de cero, olvídense de cómo la han cantado hasta ahora». Lo eepitió y repitió hasta que Montserrat le espetó: «Maestro, lo que usted quiere es simplemente que solfeemos». Y así fue también Montserrat, muy precisa cuando hablaba. Lo hacía en forma pausada, repitiendo lo mismo de diferentes formas y lo hacía con la misma media voz con la que hechizó a los públicos de todo el mundo. No había «fortes» en su partitura sino que con el mismo registro, de una suavidad sorprendente, era capaz de halagar o de recriminar. Supo hacerse a sí misma partiendo de una familia muy humilde, que se sabía dotada de un sitio de privilegio y lo hacía ver a través de la autoridad y firmeza con la que expresaba sus opiniones. Había, sin embargo, en ella un fondo de timidez, de miedo a los demás, a las sorpresas, que no era sino el poso de los años de niñez. Sus ideas eran claras y sus opiniones también y, cuando lo deseaba, no tenía pelos en la lengua: «Cuando se canta –esto sonará muy pedante– como yo he cantado, no hacen falta entrevistas. Se las concedes a los amigos de vez en cuando, pero no tienes agente de publicidad ni todas estas cosas que se usan hoy. Puedes permitirte ser gordo, porque la voz que emites en la escena cautiva, embelesa y hace llorar al público y tú sirves al compositor lo mejor que sabes. Un cantante de hoy que tuviera unas cualidades excepcionales, si quisiera, podría no hacer entrevistas».

Ayudó a muchos intérpretes. Prácticamente descubrió a Juan Pons, que cantaba de bajo en el coro del Liceo, y sacó a la luz su auténtica voz de barítono. Descubrió a José Carreras y le protegió durante años. También a Eduardo Jiménez. Impartió clases magistrales en diversas ciudades. Muy especiales fueron las del Auditorio Nacional. A ellas asistió, entre otras, Isabel Rey y aún recuerdo cuando, para enseñarla el modo de respirar, la hizo tumbarse y colocó sus manos sobre su diafragma. Nadie ha tenido un fiato como el suyo. En un «Don Carlo» liceísta pidió dar el agudo final de la ópera no escrito y el director de orquesta le contestó que muy bien siempre que pudiera aguantarlo hasta la última nota. Era un reto inviable, pero ella lo logró y la proeza se conserva en YouTube. Esta y el si bemol de Callas en una «Aida» mexicana son los grandes hits del tipo. También enseñó a Soiao Hernández, la soprano que abrirá este año La Scala en «Attila». En su búsqueda de nuevas voces promovió el concurso de canto que lleva su nombre. El fiato de Montserrat hizo exclamar a Joan Sutherland durante la grabación de la muerte de Liù con ella, Pavarotti y Mehta: «Strappale il segreto», porque la respiración de Caballé era inacabable en «Ah, come oferta suprema del mio amore», empleando las palabras del propio libreto con doble sentido.

Como Callas, alcanzó mucha mayor popularidad que la que corresponde a un cantante de ópera. Sus dúos con Freddie Mercury y, en especial, «Barcelona», elegida himno de las Olimpiadas de 1992, se escucharon en todo el mundo. Cantó «Luna» de José María Cano y llevó nuestra zarzuela en conciertos por todo el mundo. Fue galardonada con los más importantes premios internacionales y sería imposible una relación completa en estas líneas. Aunque parezca mentira, existen grabaciones sin publicarse. «Es una lástima que algunas todavía no hayan salido a la luz. Así los tres himnos de Strauss con orquesta, que los grabé y no se han publicado todavía, y una serie de canciones de Corelli con orquesta. En su momento había prioridades en otras cosas y fueron quedando aparcadas. Hay también cuatro arias de la serie “Donizetti rarities”. Y también curiosidades como tres dúos con Freddie Mercury, que no se editaron en el álbum grande, un cd de sevillanas... Incluso los poemas de amor de Antonio Gala, por ejemplo, preciosos, con él recitando y yo cantando, con un acompañamiento de guitarras y flautas antiguas que es una maravilla. El de Mompou se publicó, pero después desapareció. A lo mejor las sacan cuando me muera». ¿Será así?

Su vida se amargó tras un incidente fiscal, el común a muchos otros artistas y deportistas. Francamente no se merecía las críticas que cosechó, algunas simples manifestaciones del mal nacional por excelencia: la envidia. «Me da miedo la irracionalidad humana, aquellos que siempre quieren tener razón y defienden sus ideas odiando a los que no piensan como ellos. Es muy tremendo y sucede en focos inmensos de nuestro planeta. No es cosa de uno, ni de un grupo, es más general y eso me da miedo porque va en perjuicio de la humanidad. Va en perjuicio de un mundo mejor, de un estatus de paz, de la solidaridad. Ser solidario es ofrecer y es comprender, no quiere decir pensar igual, pero significa respetar. Dicen que la unión de pueblos da la fuerza, la unión de culturas produce el entendimiento».

Una vida austera

A Montserrat no la conoció el público. Ella misma me lo reconoció: «La gente no me conoce. Tampoco he dejado que me conozcan, tengo que reconocerlo. Has de tener mucho trato con la gente para que te conozca. No he parado de viajar y vivir en distintos sitios desde que emigrara en el 56. Viví seis años en centroeuropa, veintitrés en Nueva York... Tampoco he hecho vida social. Mi carrera es un poco solitaria... He hecho una vida muy austera y creo que eso puede haber influido». Quizá debió retirarse hace muchos años, en plenitud, como hiciera Garbo, pero su madera de artista se lo impidió. Se lo dije y en la presentación de su primer disco con la SGAE se me ocurrió incluir en la ilustración sonora de su carrera la escena final de «Anna Bolena» en La Scala, en la que fue capaz, como un día Callas en esa ópera según testimonio de Leonye Rysanek, de cambiar al público desde la discrepancia tras un agudo fallido a domarlo hasta lograr sus vítores en la cabaleta final. No le gustó y nuestra relación se enfrió durante unos meses hasta que un abrazo y un beso, ella en silla de ruedas, recompusieron nuestra larga relación de amistad, cariño y admiración. Su familia confiaba en su recuperación: «Ha estado tantas veces gravísima y que creíamos que la perdíamos que esta vez aún teníamos esperanzas en su capacidad de recuperación», me explicaron. Pero no, esta vez no, Montserrat nos ha dejado. Me ha dejado. Era mi madre musical. Sin su voz hoy quizá no disfrutaría de la música y seguro que ustedes no habrían leído estas tristes líneas. Mientras escribo veo el vídeo de la «Norma» que cantó en el Teatro Real en 1971. Fueron dos conciertos. El primero lo vi en el patio de butacas. El segundo, de rodillas, en un lateral de anfiteatro. Esta tarde veré «Aida» en un cine en retransmisión directa. Espero que el Metropolitan tenga la sabiduría y generosidad para, en esta retransmisión a todo el mundo, de ofrecer su dedicatoria. Es lo menos a quien allí cantó casi cien representaciones. Descanse en paz haciendo felices con su inigualable voz a quienes con ella estén, tal y como nos hizo a todos los que aquí nos quedamos llorando textualmente su muerte. Abrazos muy fuertes y sentidos a su familia.

 

Gonzalo Alonso.
La Razón

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