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Glenn Gould. No, no soy en absoluto un excéntrico

22/3/2017 |

 

Glenn Gould

Edición de Bruno Monaingeont. Traducción de Jorge Fernández Guerra. Acantilado. Barcelona, 2017. 280 páginas. 20€, Ebook: 9,99€


Glenn Gould

A los 75 años del nacimiento en Ontario de Glenn Gould (1932-1982), pianista único, artista legendario, se presenta la versión española de No, no soy en absoluto un excéntrico, el tercero de los cuatro libros que Bruno Monsaingeon (París, 1943) le dedicó.

La excentricidad. No hay manera de hablar de Gould sin que aparezca en las primeras frases esa palabreja. Ni siquiera Monsaingeon, su amigo y admirador, evangelista confeso del culto gouldiano, es capaz de orillar el asunto, cuando de ninguna manera es lo importante. Es verdad que Gould era maniático y misántropo, igual que muchos artistas y a diferencia de otros tantos. Pero la mayor parte de las que se consideran excentricidades suyas no son tales, sino prácticas derivadas de su particular concepción del oficio de músico.

El libro da cuenta de ellas en detalle. Gould canturreaba al tocar (como tantísimos pianistas y directores), cancelaba conciertos cuando no se encontraba en perfectas condiciones (como Richter, Zimerman, Pires... o nuestra Berganza) y se abrigaba más que el resto de la gente. Llevaba siempre guantes y sumergía las manos en agua caliente antes de salir a tocar. No parece de extrañar en un canadiense friolero que se ganaba la vida con el movimiento preciso de los dedos.

Viajaba siempre con su propia silla, que montaba y desmontaba él mismo antes de cada concierto. Esto sí que suena raro, es verdad, pero lo extraordinario no es tanto la silla, un taburetito con respaldo, como su razón de ser, que es puramente musical: el artilugio le permitía sentarse veintitantos centímetros más abajo que los demás pianistas, con el teclado a la altura de la nuez, las rodillas apelotonadas sobre el pedal y las manos atacando las teclas desde abajo.

Esa postura, que “recuerda la de un jorobado”, como dice el propio Gould, impide el ataque de brazo, el de antebrazo e incluso el de muñeca. Desde ahí abajo solo se pueden atacar las teclas con los dedos. Así es imposible tocar fortísimo -¡adiós a Liszt!- pero se abren inauditas oportunidades de articulación de la frase y de definición del sonido y se pueden alcanzar nuevos máximos de claridad, limpieza y riqueza de voces interiores. Es el piano como sede idónea del pensamiento musical polifónico: Bach, último Beethoven, Schönberg, Webern... Ante esta decisión estética radical, revolucionaria en su momento, ¿cómo podemos quedarnos en la gracieta de la silla? Excéntrico, no: ¡centradísimo! Gould centró su vida en un concepción de la música que le llevó a sentarse así y “evitar casi por completo el uso del pedal y de los contrastes dinámicos”, dos cosas que se asimilan a la forma romántica de tocar.

Gould fue, efectivamente, un músico moderno, antirromántico, pero de un manera muy distinta a la de Harnoncourt, su coetáneo, sobre todo por la relación que establecían uno y otro con la obra. La de Harnoncourt era de diálogo; la de Gould, de identificación amorosa planteada desde la independencia, como la del pintor con la modelo. “La partitura posa para Gould”, dice Monsaingeon en una frase feliz. Este pianista se considera libre de mirar como quiera al compositor y a su obra. Nada le obliga. Lo único exigible, lo que de verdad justifica para Gould el trabajo del intérprete, es la coherencia interna de su interpretación. Más que la modelo, la partitura parece así el barro con el que el creador Gould moldea adanes, un ejercicio que cobra sentido únicamente si el tal Adán resulta ser capaz de sostenerse en pie.

Gould odiaba el concierto. Prefería mil veces la grabación, tanto para hacer música como para oírla. Le llevaba a ello su temperamento (únicamente estaba a gusto en soledad), pero también su estética. “La música debe escucharse en privado. Debe llevar al público y al intérprete a un estado de contemplación” que requiere intimidad. Por eso, Gould diseñó y vivió su carrera como un viaje hacia la soledad creativa que Monsaingeon caracteriza así: unos pocos años de concertista, solo los imprescindibles para conseguir la independencia financiera, seguidos de un cuarto de siglo de reclusión productiva en su propio estudio de grabación. El resultado: discos, escritos, programas de radio, y, finalmente, la escucha interior y el silencio.

No cabe decir que fuera un camino ascético, de renuncia, porque él siguió su propia inclinación. Las glorias mundanas no le causaban más que disgusto. Quiso llevar una existencia secreta, como la de Howard Hugues, y lo hizo. Por eso, como se dice en el libro, la suya no es una historia triste. No huyó del escenario por pánico escénico, sino por rechazo al concierto como ritual. Los espectadores le parecían una colección de bárbaros confortablemente sentados para contemplar una hazaña atlética, inmunes a los peligros de lo que está sucediendo en el escenario, que es... una historia de amor: “el intento del intérprete por alcanzar una poderosa identificación con la música que toca”. Monsaingeon describe este desprecio como “deliciosamente totalitario”. A mí, la actitud de Gould me recuerda, más bien, a lo que Fernando Fernán Gómez contaba de Gracita Morales. Antes de cada representación, ella miraba por un agujerito del telón de boca y decía con su agudísima voz: “¡Ya están ahí esos hijos de puta!”

Quizá no haya ascesis, pero sí se puede hablar de misticismo. Glenn Gould no buscaba la comunicación efímera de una emoción, sino “la construcción progresiva, en el transcurso de una vida entera, de un estado de asombro y de serenidad”. Monsaingeon señala que Gould supera el principio romántico de conflicto. Lo mismo hacían los místicos al sublimar por elevación las contradicciones tipo “muero porque no muero”.

A fuerza de articulación y transparencia, Gould salta por encima del drama de los contrastes para alcanzar el universo trascendente, multidimensional, abierto, perpetuamente inacabado, de la polifonía. No es de extrañar que, desde su primera grabación de las Variaciones Goldberg, se haya abierto hueco en la opinón pública (¡entre excentricidad y excentricidad!) la identificación Gould=Bach.

Todas estas cuestiones se tratan en la larga presentación de Bruno Monsaigneon y en las entrevistas que constituyen el grueso del libro. Monasigneon, el campeón de la divulgación, el cineasta que ha filmado la epopeya de la interpretación musical del siglo XX (Menuhin, Richter, Rostropovich, Roshdestvensky, Fischer-Dieskau, el propio Gould), dedica además unas páginas al “montaje” de una videoconferencia imaginaria con el pianista y diez periodistas. No veo la necesidad. El libro empieza con el relato de la epifanía de Gould que vivió el autor, siendo jovencísimo, en una tienda de discos de Moscú. La traducción de Jorge Fernández Guerra es magnífica: precisa, informada y suave, sin restos del idioma original

ÁLVARO GUIBERT
El Cultural

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